Todo espacio queda definido por sus límites y se inscribe entre aquellas líneas que lo describen. Pero esos límites no sólo conforman aquello que delimitan si no que remiten, también, al otro lado. Es más, según sea su naturaleza, la materia de que están hechos o su permeabilidad, actuarán (o no) como una fuerza centrífuga que impulsa cualquier movimiento que se desarrolle dentro del espacio hacia el exterior.

Seguramente, tenemos la idea de que un hotel es un espacio con ciertas características y en el que se prestan ciertos servicios dentro de unos límites. Tal vez no hemos considerado con la suficiente fuerza que un hotel es parte de las experiencias (y del cruce de experiencias) de muy diversas personas y, como tal, algo usable, accesible e inundable por la vida.
Sí, inundable por la vida. Tanto más si consideramos que la vida de los seres humanos debiera ser un continuo cuestionamiento de sus límites o, como propone Eugenio Trías en su Ética del límite, “que la máxima que determine tu conducta y tu acción, se ajuste a tu propia condición de habitante de la frontera”.
Al hotel (con límites) se asoman los habitantes de la frontera dispuestos a transgredirlos, fundamentalmente para encontrarse con el otro. Y con lo otro, con aquello que necesitan aprender para aprender, con aquello que necesitan borrar para borrar los límites que impiden a un hotel ser un espacio de vida.
NL